Escrito por José Diez Canseco en el lapso de un año (Ancón, mayo de 1928 - Barranco, mayo de 1929) y publicada en Chile a través de la Editorial Ercilla en 1934, narra la vida distendida de la clase alta limeña, con sus paseos a caballo, su relajada vida social en los clubs, cabarets, prostíbulos, etc y demás vicios como la homosexualidad, el lesbianismo y sus frecuentes visitas al fumadero de opio donde los chinos en la calle Capón, a los que eran tan adictos.
Es una demoledora crítica a ese estilo de vida, narrado desde adentro por uno de los suyos (nada menos que por un Diez Canseco) que conocía esos ambientes de primera mano.
"Duque" es el nombre del perro de la familia Crownchield que da el título a la obra.
He copiado uno de los capítulos de la obra para que ustedes tengan una idea de la novela. La he elegido -a pesar de que hay capítulos menos extensos- porque es uno de los más elaborados y mejor escritos. También porque en cierta forma sintetiza el argumento de ella.
"Duque" es una novela ágil que se puede leer de un tirón en apenas unos cuantos días.
Quien la lea, recordará a Un mundo para Julius de Alfredo Bryce Echenique, quien dijo lo siguiente acerca de ella en una mesa redonda en el I. N. C. en 1972:
"Creo que sólo hay una novela peruana que ha influido en Un mundo para Julius; es Duque de José Diez-Canseco... El problema es que todavía no la he leído".
A continuación, el capitulo XVII de la obra:
CAPÍTULO XVII
¿Cómo fue? ¿Cómo pudo, rápido y astuto, rendir al mozo? ¿cómo fue que él, Roberto Crownchield Soto Menor, ocurriera al sucio cubil donde le aguardaba el sucio demonio sodomita? ¿Cómo fue que, amante de Beatriz, se rindiera al inexplicable influjo del casi padre de su hembra?
Lo cierto es que fue. Astorga le espera con un lunch copioso; sandwiches y licores fuertes. Bebieron primero. Luego, con el pretexto del calor se despojaron del saco. Tornaron a beber. Astorga aprovecha del otro su débil resistencia al alcohol. Una vez encandilado, todo fue sobre rieles.
¿Verguenza? No. Sólo cierta inquietud, cierto vago desasosiego. ¿Si lo llegaba a saber Beatriz? ¡No, nunca! Las mujeres no se dan cuenta de ciertas cosas: Astorga dividió su gula entre Petronio y Teddy. Y tan tranquilo. Nada de aspavientos. Era, para ambos natural y sencillo.
Y así prosiguió el amancebamiento. Cambiáronse retratos y recuerdo, una pulsera, un reloj de mesa, libros, bastones, un prendedor. ¿Verguenza? Y luego una labor de zapa de celos y cierto rubor inexplicable -para alejar a Teddy de su hija. Estaban juntos a todas horas. Suárez Valle iba a casa de Crownchield sin encontrarle nunca. ¡Tanto mejor! El otro absorbía absolutamente la vida del mozo que, una vez caído, no trepidó en seguir el curso de la voluntad astuta y ambigua del otro. Así pasa hasta en los tangos.
Hablaban libremente. Se contaban sus impresiones, sus sensaciones, sus anhelos. Algunas veces, muy pocas, Astorga habló de un retiro donde vivir al margen de la ciudad chismorrera y pacata. ¡Un idilio!Quand on prend du galon on n'en saurait trop prendre. Y seguían bebiendo. Un pecado, sea cual fuere, si no lo hemos cometido, nos asombra hasta loinfinito. Una vez realizado, la desilución de saber que no era tanto. Y así, ante el testimonio indiferente de Petronio ambos siguieron el diálogo socrático. Nunca, pero nunca, ni el menor desaire y ni la más pequeña censura. Nombre y fortuna les ponían al margen de reprobaciones.
Una tarde, Astorga puso fin a esto. En el cubil de la avenida Grau, puso un espejo ante el diván. ¿Y se vió! Vió allá, en el fondo de la luna impasible, el acoplamiento de dos hombres. No, no eran él y Astorga. Eran otros a quienes él no conocía y acaso por esto le pareció más asqueroso y peor. Para no ver hundió la cara roja de ira, entre los brazos sin vellos. El otro jadeaba en una angustia de delicias. ¿Un asco! El bigotillo de Astorga le picaba en la mejilla. Luego le mordió.
Al salir, Teddy no quiso ir en el auto con el otro. Tomó un coche cualquiera, y vehemente sintiendo verguenza de que la gente le viese, corrió desatinadamente hasta su casa. Se encerró. Duque dormitaba a los pies de su lecho.
-Get out!
Meneando la cola, el perro se marchó cabizbajo ¿Era posible? ¡Y tanto! Allí, en esa mesa, guardaba el retrato de Astorga con una dedicatoria: "A ti, Teddy, en cuyo espíritu he evocado el mito dulce de Narciso. Carlos". ¡Sí allí estaba! Y ese retrato, esa dedicatoria, habían sido dirigidos a él, ¡a él! ¿Que no tenía importancia? Desde luego, pero era inmundo, inmundo. Recordó todo: las primeras frasesw ambiguas sobre la amistad; los piropos a su buen gustom a su figura sobre el caballo a sus corbatas, a su agilidad en el tennis, a su elegancia en el baile. Todo, todo para esto. ¡Ira y asco!
Y se acusó en furia pueril y tonta:
-Si un tipo nace invertido, ¿qué va a hacer? ¿Pero yo? ¡Yo no! Yo he nacido normal, bien constituido. Entonces, ¿por qué caí ? No fue sino la labia del otro que me rindió, que me ensució en esta abyección. ¡Demonio, demonio! Pero eso sí, nunca más. God dam! ¡Nunca, nunca!
¿Pero acaso no sabía que no reincidir no significaba nada? El hecho cometido no se lo podía perdonar el no repetirlo. Repetirse no hubiese sido enfangarse más. ¡No! ¡Ni wilde, ni Verlaine, ni Miguel Ángel, ninguno disculparía ni con sonetos ni con novelas el acoplamiento de dos hombres. Y eso, ¡demonio!, ya estaba realizado. Y no fue una sola vez: treinta y ocho días, ¡treinta y ocho días mancebo de un hombre!
¿Cómo iba a presentarse a Beatriz? ¿Con qué desfachatez inédita la tomaría de nuevo, a ella, a la hembra que así se le había entregado, naturalmentem según la apacible ley de Dios? ¿Qué significaban su sexo, su inteligencia, su señorío, si un cualquiera, con dos frases, le había rendido en el diván perfumado de una garconniére cualquiera? ¡Asco tremendo: treinta y ocho días!
¿A cuál amigo le tendería la mano sin sospechar una censura? No; censura, no. Su fortuna, su posición, le ponían a salvo de cualquier reprobación, ¿pero la lengua de Lima? Él sabía que esos pecados en sus años de colegial eran disculpables, no por ignorancia, sino por sus pocos años que le ponían en condición inferior a otros mayores. Él sabía que si había soportado esa verguenza, allá en París, fue para no soportar una paliza. De esos malos pasos no tenía él culpa algujna, pero, ¿ahora? Ahora, con veinticinco años, mozo corrido, frecuentador de entretenidas y cabarets, ¿qué disculpa podría alegar? Inútil la verguenza ¡y todo inútil!
Y si había roto esa relación con Astorga, no fue porque el vicio mismo le asqueaba, no. Fue el espejo; ese espejo colocado allí donde se reprodujo, estampa dantesca, el informe montón de los dos hombres. De no haber Astorga puesto ese espejo, seguramente todavía arrastrarían ambos su pecado, encandilados de alcohol y de lujuria equívoca.
Y se encerró. No quiso ver a nadie. Duque fue echado de la habitación. Solo, solo y la verguenza del recuerdo. A Beatriz, ni un telefonema, ni una letram ni un aviso. Quince días pasó tendido en la chaiselongue, comiendo en su cuarto, sin querer ver ni a su madre. Abajo, en el hall, en el comedor, en la sala, ella y Suárez Valle cambiaban en besos una pasión legítima. Él sólo tenía la verguenza de aquello y rencor de sí mismo.
Pero ¿porqué? ¿Acaso, después de todo, él no era él mismo, con el mismo cerebro, el mismo corazón, los mismos trajes, el mismo estómago, los mismos sentimientos, el mismo coche, los mismos anhelos? Sí, sí, era él mismo. Pero todos los prejuicios pesaron entonces sobre su conciencia eficazmente.
Una noche, ya más tranquilo, el mozo bajó al comedor. Cenaron en silencio. A veces Carlos Suárez -convertido en cotidiano comensal de esas cenas- aventuraba un comienzo de conversación al que respondía Carmencon monosílabos. Teddy escondía la cara tras las flores de la mesa. Al terminar la cena, Carlos procuró:
-Teddy, he recibidó esta tarjeta de Lucho Molina: "Querido Carlos: te necesito. Ven hoy mismo. Me pasa algo horrible. Te espero en el can can a las once. Ven, ¡por Dios! - Molina.
-No, ¡qué voy a salir!
-Venga, hombre. Es una buena hora para iniciar una excursión tranquila. Abajo tengo mi coche. ¿Vamos?
-No, Carlos, gracias.
-Anda, hijo, eso te distraerá. Es inexplicable esa tontería...
Y fue. Carlos le acosó, entre imprudente y generoso, sobre ese tedio. El otro no supo responder sino con evasivas. Suárez insistió:
-Amigo mío, no sea usted niño. Yo sé disculpar todo. Hay seguramente algo que ha hecho usted, y que le averguenza. Lo que pasó, pasó. No hay nada menos viril que el remordimiento...
Teddy, en flujo tumultuoso de palabras, le contó todo, llorando casi, de verguenza y de ira. Carlos escuchaba asombrado. Crownchield marcaba, con un placer masoquista, los detalles monstruosos del monstruoso pecado. Conto todo: el espejo, el bigote pinchándole la mejilla, los besos, los retratos, su verguenza, su verguenza inmensa. Naturalmente, sin aspavientos, Suárez lo absolvió, cínico y generoso.
-¡Bah! ¡Qué tontería! Eso no tiene importancia. Nunca sabemos qué grado de persuasión pueden alcanzar ciertos hombres. Ni sabemos tampoco hasta dónde nos podemos dejar impresionar. ¡No hay que desesperarse! Todos -yo no, que soy muy feo- han tenido, cual más, cual menos, algunos de esos tiposque le accediera. Además usted quiere a Beatriz. Cásese. Nada le impide realizar ese matrimonio. Carmen tendría un placer en ello y todo se solucionaría con un viaje a Europa para no volver más. A Astorga le retienen aquí su oficina y su petróleo. Nunca más volverán a verse. ¡No sea tonto amigo mío!
-¿Casarme? ¿Qué solucionaría el matrimonio? ¿Y con qué cara?
-¡Con esa que Dios le ha dado! Y el matrimonio solucionaría... No, el matrimonio no solucionaría nada, pero sería un acicate eficaz para que usted aprendiese a vivir al margen de una serie de pequeñeces. Hágalo y no se arrepentirá.
Llegaron a la calle del Banco del Herrador. El policía dio la señal de parada. Un ómnibus cruzó vacío. Torcieron hacia San Pedro. Una garúa finita encendía el asfalto sonoro. Lentas, graves, once campanadas del reloj teatino. Lejanos, cláxones solitarios. Algún perro vagabundo en un zaguán obscuro. Capotes azules de vueltas rojas. Sombra reluciente de faroles eléctricos. Un chino empujando su carretilla: ¡Emoliente, emoliente! Llegaron a la calle de Zavala..
Alrededor del Mercado, sobre las aceras barrosas, sacos estallando de verduras. Pipas de manteca. Cajones. Entre los bultos de comestibles, canalla mugrienta durmiedo a la intemperie. Un vaho espeso, caliente, fétido, escapando de las fondas niponas, de los costales, de los durmientes miserables. Un pianito ambulante bostezaba sus últimas notas. ¡Emoliente, emoliente! Café Can-Can. Borrachos politiqueros. ¡Viva Piérola! Pianola gangosa. Frescos absurdos -Montecarlo, Montecatini, Niza- sobre los muros al óleo verdecino. Tabernero italiano con el toscano encendido. ¡Viva Piérola!
En una mesa, destocada la bella cabeza griega. Lucho Molina, el poeta traposo, aguardaba con otros muchachos. Chalina, melenas, corbatas, chambergos alones. Nietazche y d'Annunzio.
Molina se desbordó incontenble:
-¡El chino quiere fiar más! ¡Hacen falta dos castellanas! ¡Un yen de la Madonna!
-Antes tomaremos algo -invitó Suárez.
Luego presentó a Teddy. Se acercó un mozo:
-Pisco general -ordenó Molina.
Sirvieron los piscos. Teddy preguntó qué era eso del "yen".
-La urgencia del opio, amigo. ¡Terrible! Ya estamos con fiebre y náuseas... -ilustró, cínico, Mendizábal, uno de los bohemios.
De prisa bebieron los piscos.
-¿Vamos?
-Vamos.
Subieron al coche de Suárez. Interrumpió Molina:
-Provoca ser burgués.
Llegaron a la Huaquilla. Por prudencia alejaron el carro a una callejuela lateral. En un callejón astroso y pestilente entraron todos. Teddy estaba intranquilo.
Carlos le tranquilizó.
-Seguridad absoluta. Nunca viene la policía. Venga, no más hombre.
Ante una de las portezuelas se detuvieron. Molina llamó tres veces espaciando los golpes. Abrieron. Yinken. Leyenda turbia de un fumadero de opio. Dos tarimas y dos chinos. Uno de ellos, Charles Cornwell. Otro, Coquita. No había más luz que la de las lamparillas donde el opio se quema. Se despojaron de los sacos y se tendieron. En una tarima, suárez con Crownchield y Molina. En la otra, Mendizábal con Castro Ruiz y Silva. El chino, dueño del fumadero -Mr. Charles- conocía a Carlos. Este le presentó a su amigo. Al escuchar el nombre británico, el macaco saludó en inglés.
-I'm very glad to meet you.
-How do you do?
En las puntas finísimas de los dedos del chino, la aguja de acero, con una gota de opio en la punta, empezó a girar sobre la lumbre de la lámpara. El opio hervía haciéndose una burbuja como de chocolate. Luego, ya fría esta burbuja, volvió a mojarla en opio. Siguió haciéndola girar en la aguja. Luego con un arte sutil y fino, sobre el yin-tao, receptáculo de la pipa, la dió una forma de perinola. En un huequecillo de ese yin-tao la puso. Molina absorbió de un solo sorbo. El chino sonreía. Luego fueron otras pipas, hasta diez.
-¿Quiele descansá?
-Sí... Un rato.
Una vaga palidez le tomaba la frente, las mejillas. Los labios resaltaban como pintados. Los ojos le brillaban, empequeñecida la niña; blanca luminosa la esclerótica. Las manos vagaron un rato tras un cigarro Capstan.
-¿Es para escribir que usted fuma?- inquirió Teddy.
-¡No, hombre! Esto anula, envenena, atrofia, estupidiza. Pero ya está uno en el burro y... ¡aguantar los azotas! ¿Quiere ud. creer que me pesa como una culpa este vicio inútil? Agradable, sí, pero ¡a costa de cuánto! Allí tiene Ud. a Mendizábal!: ¡un genio! Pasa hambre... Y luego, sin podetr escribir; todo el día, laxo; tendido como un lagarto... ¡Esto es un crimen! ¡Chino canalla!
-Y, ¿porqué no se aparta?
-¡Ya no hay voluntad!
-Entonces, ¿todo inútil?
-Inútil... Completamente inútil...
Y volvió a fumar. Cuando a la vigésima pipa -la castellana completa- las manos se le derrumbaron sobre el pecho. Era un magnífico Cristo de un vicio suicida. El perfil vigoroso y puro resaltaba en la sombra con un color de marfil.
-¿Está soñando? -se asustó Teddy.
-¡Qué soñando! ¡Estoy gozando! -replicó el otro entre hipos. - Con esto no se sueña. Esas son majaderías de Claude Ferrere y Baudelaire. No hay sueño alguno. Fume Ud...
Le tendieron la pipa. Teddy la rechazó prudente. La aceptó Carlos. La aspiró de un golpe y se fumó, así cinco.
-De vez en cuando, esto hace bien. Hace olvidar...
Se desanudó la corbata y encendió un pitillo. Entrecerró los ojos murmurando:
-Fume usted, Teddy, es agradable. Fume usted.
Con un miedo entumido, casi con asco. Teddy aspiró. Se le quemó el opio. Le corrigió el chino:
-Así, no. Todo un solo golpe. ¡Uiss! Ya'stá. Fuma no má, siñó, fuma...
Con un esfuerzo violento, sintiendo unas náuseas horribles. Teddy absorbió la pipa. Luego pidió otra y otras dos. Pasaron las náuseas. Quedó laxo. Una como plenitud de haber comido bien le embargó totalmente. No sentía las extremidades. Se asombró de haber podido coger un cigarrillo. Lo prendió y quedó semidormido. No hubo sueño. Sólo la beatitud inmensa de sentir lejos de sí y para siempre, a Astorga, a Beatriz, a su madre, a Duque, a sus millones, a Carlos, a sus joyas, ¡toda su vida! Una abulia divina, un estado de conciencia superior y sutil. Desde el abismo de su espíritu opiotizado, vio todo, pero lejos, sin ninguna conexión con él. No le importaba, en ese instante, nada ni nadie: Pidió más. Después, la noche absoluta.
Al frente, en la tarima en que Mendizábal y los otros habían fumado, sólo un estertor ronco, baboso, inconsciente. De cuando en cuando, unas palabras vagas.
Despertaron a las cinco. Teddy sintió náuseas. Suárez le hizo servir té con limón. Y vomitó. Un vómito fácil, agradable, desahogante.
-Mañana en el desayuno, no tome nada más que este té con limón.
Al despedirse, Suárez dejó en la mano de Molina unas medias libras. Amanecía.
CAPÍTULO XVIII
Aquella mañana, desvelado por el mismo opio enervante que no permite sino una modorra sin descanso, Teddy despertó a las dos. Mrs Crownchield entró al dormitorio:
-¡Teddy, las dos!
-¿Sí? Tengo sueño...
-Levántate, niño, ¿cómo vas a dormir hasta tan tarde?
-Ahora verás...
-¿Quieres que te traiga el almuerzo?
-No amor... Déjame dormir...
A las seis vino a buscarle Carlos. Carmen le preguntó azorada:
-¿Está más tranquilo?
-Sí, Teddy no ha tenido sino una crisis nerviosa. Probablemente de algún lío con Beatriz. No tiene importancia...
Y se besaron. Juntos, en el sofá, mientras Carmen le acariciaba la cabeza, besándose con los ojos, los labios, el aliento y la voz, ambos se dijeron las mentiras rituales del cariño. Hasta que apareció Teddy. Fresco, perfumado, ojeroso, sonriente, pálido.
-Hello, dear!
-¿Qué tal, Teddy?
-Espléndidamente. Es Ud. un médico maravilloso, Carlos. ¿Qué se hace Ud. hoy?
-Nada, venía a verle, nada más.
-Hoy van a venir los Traslaviña, Zoila Urrutia... -apuntó Carmen.
-¡Entonces huímos!
-Como usted quiera, Teddy.
En el auto de Suárez, Teddy le preguntó a su amigo las señas de Molina. Quería repetir lo de la noche pasada.
-¿Por qué?
-¡Psh! Una sola vez no basta. No me he dado cuenta de cómo es eso. No tiene importancia, ¿Verdad?
-¿Importancia? No, ninguna. Pero cuidado...
-¡Oh, no! En Europa la cocaína anda boba, y Ud. ya ve: yo no me he enviciado, querido Carlos.
-Esto es distinto, ¡cuidado!
-¡Qué ocurrencia!
Prosiguieron. Dieron unas vueltas por el Centro. Luego, al Palais. Las vienesas desleían el Bal Tabarín. Carlos tarareó: Frou-Frou del Tabariiin... Lejos, una dama morena, miope, torpe y magnífica. Su marido, tan torpe como ella. Saludos. Cinco muchachas se contaban, aspaventeras, cuentos sin interés. Chela Blanco tan distraída como su hermana la Bebé. Ambas con el peso de los blasones, la fortuna y la bellaquería familiar. Queta Barrios, morena, bullanguera, entusiasta, descuidada. Hortensia Bacello, rubia y magnífica. Teresa Reina, morena, grave, elegante, con dos abismos en los ojos. Más lejos, Gaby Castro y Dick Iriarte. En la cantina, Rigoletto estridente.
-Mire, Teddy, esos son de los que hablábamos en casa de Tejada.
-¡Ajá!
Se acercó un mozo:
-¡Buenas tardes, señores!
-¡Hola, Barba! Tráenos el té.
En el centro del salón, alrededor de una mesa, cinco solterones y dos casados que querían participar en las ventajas de la campaña solteril. Asaeteaban a las damas, solteras o casadas. Grupo distinguido de clubmen, ricachones y ociosos. Monóculos, quevedos, guantes impecables, bastones caros. En los rostros, el mismo tedio y el mismo hartazgo de las gentes acéfalas. Bajo una araña de cristal, tres pollos tintineaban, con gestos femeninos, risas aparatosas y delgadas.
-Barba, ¿cuánto es?
En la puerta del Palais, saludos a los mozos, estaciones en busca de programa vespertino. ¡Nada qué hacer! A pie, hasta la Rotisserie du lyon. A espaldas del cholo Castilla, Gran Mariscal del Perú, gentes deglutiendo sandwiches que mojaban con cerveza. A falta de orquesta, ortofónica escandalosa. Empleados militares, frailes, bohemios, gentes de teatro, periodistas. En una mesa, deslavazado y tumultuoso. Molina y otros. Suárez se despidió. Los bohemios enmudecieron ante el nuevo acompañante desconocido. Crownchied procuró reiniciar la conversación. Inútil. Poco a poco, los otros volvieron a su charla, un rato muerta. Libros y autores. Siempre diatriba iconoclasta. Mendizábal, incisivo y preciso, criticaba sin piedad. Molina hacía coro a las ironías del otro. Pasaban las horas.
-¿Quieren venir a comer conmigo? - invitó, tímido, Teddy.
-¡Hombre, bueno!
-¿Adónde vamos?
-Al Raymondi - propuso Teddy.
-No, vamos al Capón. Estaremos más cerca - enmendó Molina.
Tomaron un auto. Hasta el Capón. Todavía, movimiento en la calle china. De las encomenderías, voces guturales del chino musical. Rostros impasibles perdiéndose en las portezuelas entornadas de los fumaderos legales. Músicas estridentes y graciosas que evocan el Pei-ho, un junco, unos lirios rojos, una doncella pálidas trajeada de seda con las cejas pintadas con tinta de Nan-kin, un chinito coletudo y astuto que le canta, en la mandolina de tres cuerdas, penas y amores chinos. Olor a opio, a maní tostado. Rápidos y encogidos, vendedores de pah-kah-pin, la lotería china. Los locales de las Sociedades de Auxilios Mutuos chinas, encendidos y bullangueros, disimulando en los interiores la mesa de pinta y poker chino. Borrachos y rameras. La "posada" a donde van las meretrices sin clientela en busca de fletes chinos. Entraron al Ton-Pho.
A vista de los consumidores, la cocina. Mesas redondas con chinos absorbiendo arroz y té. Confusión de voces, todas gritando al mismo tiempo. En las paredes, guardados por marcos negros, paisajes pintados en seda. Mendizábal dirigió el menú:
-Sopa de pato, arroz chaú-fá, chancho asado, té verde.
Teddy pidió un beef. No había. Tuvo que contentarse con la comida china y el cubierto chino: dos palitos de ébano y una cucharadita de porcelana. Comieron y bebieron del té. Venerable té que allá, en la China, las mujeres recolectan, con la unción de un rito, en las vegas del Chiang-Sou.
Luego a fumar. Hasta las dos de la mañana, los otros roncaron sobre las tarimas del fumadero sórdido. Teddy volvió a sentir el consuelo de verse solo.
***
Las pupilas se le reducían, cada día más. Puntos negros en la sombra de las pestañas. La barba rasurada se le notaba, parda, en el marfil de las mejillas sin sangre. Fumaba. Fue al opio con la ignorancia de neófito. El olvido de la droga le sorprendió. A ese olvido se aferró desesperadamente. Olvido de todo. Para siempre, sólo él en la noche opiótica. Sombra y paz. Perennes.
Los días pasaban iguales, tediosos, grises. En las mismas cantinas, los mismos borrachos. En los mismos cines, las mismas gentes. En todas las esquinas los mismos ociosos. Río manso, las horas limeñas.
Cambió las horas. Fumaba de tarde, de seis a nueve. Luego, la modorra consciente. Después el sueño pesado, negro, sin imágenes. Así, casi un mes. Una noche, Suárez le avisó:
-Tengo encargo de Beatriz de llevarle esta noche a la roulette del Country. Quiere hablar con Ud.
-¡Qué fastidio!
-¡Cuidado! Se está enviciando...
-¿Y qué? Acaso, sería lo mejor...
-¡No sea Ud. absurdo! Venga Ud. a hablar con Beatriz. Después, aunque haga Ud, de su capa un sayo. Pero venga.
-Bien, vamos allá. Voy a cambiarme.
Por el camino, Carlos reprendió al mozo. Una niñada. Malogrando su vida. Mejor, casarse. ¿El vicio? Desviriliza. Teddy asentía. Suárez se enardecía por grados:
-Ud. ¿es hombre o no? ¿Cree Ud. que un error le va a aliviar de otro? ¡Chiquillo, más que chiquillo!
En el amplio salón del Club, la sociedad de Lima, descotada y joyante, ponía semiplenos, docenas, colores. En un grupo, Queta Saldívar, la Shelby, Riera, Tere Carpio, Leonor, Ráez. Beatriz estaba toda rosada y grave, apuntando al siete con una pertinacia ejemplar.
-Mire, allá está Bati. Acérquese. ¡Vaya, hombre!
Con cierta timidez se acercó Teddy. La Astorga le recibió indiferente:
-Hola, ¿cómo estás?
-Bien. ¿Jugamos juntos?
-Bueno.
Juntaron sus fichas. Carlos, sonriente, ingenioso, recibía las fichas de los plenos que acertaba ante el respeto del croupier y la envidia de los demás.
-¡Treinta y dos, negro! ¡Un pleno!
Teddy y Beatriz salieron.
A una seña de Teddy se acercó un mozo:
-¿Qué tomas?
-Menta frapée.
-A mí un high-ball.
Trajeron las bebidas. Un largo silencio se hizo. Provocativa, interpeló Beatriz:
-¿Para qué me has sacado de la ruleta? ¿Para invitarme?
-No. Para pedirte que me perdonaras.
-Yo, sí. Siempre he de estar perdonando tus malacrianzas. Un día se te ocurre verme y vienes. Otro día no estás de humor, y ni una tarjeta disculpándote. Ahora, más de veinte días sin verte, ¿qué te crees? ¡Ni el príncipe de Gales! Ya estoy harta de todas estas cosas y no me da la gana. ¿entiendes?, no me da la gana de soportarte más.
-Bati, creí que fueras una vez más, ¡la última!, buena conmigo. Venía a pedirte perdón y nada más. Me duele que no me perdones, pero te prometo que nunca más volverás a verme.
Se separaron. Siguieron el juego cada cual por su lado, ganando y perdiendo. A las tres de la madrugada anunció el croupier:
-¡Las tres últimas vueltas!
Teddy perdió dos de ellas. Carlos las acertó las tres. Beatriz, también. En el vestíbulo se despidieron, sin darse la mano:
-Buenas noches.
-¡Adiós!
Me sorprende, ¿por qué, esta obra no ha sido promocionada, ni reeditada en tantos años? No la conocía; tal vez porque desnuda la vida libertina y oscura de la llamada gente "bien". Y aún sigue en las sombras. "Un Mundo para Julius" de Echenique, enfoca esta vida, desde otro punto de vista; retrata con nostalgia a los patrones omnipotentes y la servidumbre casi esclavizada y dócil. Por este capítulo el enfoque de Diez Canseco en "Duque", es desde adentro de su mundo; desnudando sus aberraciones, libertinajes, debilidades y complejos que siempre ha tendido la gente que vivía bien sin trabajar; solo con el sudor de la gente del pueblo servil; Estas realidades se dieron hasta los años sesenta del siglo XX. Ahora todo ha cambiado.
ResponderEliminarLa copia que poseo de esta obra proviene de EDICIONES PEISA quien agradece al "apoyo moral y promocional del Gobierno Revolucionario del Perú -se refiere al gobierno de Velasco Alvarado- a través de diversos organismos, en su deseo de contribuir eficazmente al fomento de la cultura."
EliminarA través de Peisa se publicaron 100 de las más importantes obras de la literatura peruana.
"Duque" de José Diez Canseco tiene el número 18 y fue impresa en el año 1973. Ignoro si posteriormente volvió a ser reeditada.
Para resarcirme del hecho de recién haber publicado su comentario, he añadido el capítulo XVIII.
Saludos.
Hace un tiempo el Fondo Editorial de la PUCP editó sus obras completas en dos tomos. Saludos.
EliminarBuen dato. La PUCP ha editado obras de gran valor literario que todos deberíamos conocer.
Eliminarsaludos.
Para descargar de una biblioteca ecuatoriana, que la considera... ecuatoriana. http://repositorio.casadelacultura.gob.ec/bitstream/34000/863/1/FR1-L-000214-Diez_Canseco-Duque.pdf
ResponderEliminarNo, en verdad no es que la considere ecuatoriana, es un libro peruano que pertenece a una biblioteca ecuatoriana. Es como si un libro de Neruda perteneciera a la Biblioteca Nacional del Perú. El libro en físico pertenece a la biblioteca, pero la obra en sí pertenece a Neruda que no deja de ser chileno.
EliminarEn el prólogo (escrito además por el polígrafo y político peruano Luis Alberto Sánchez en febrero de 1934) del libro del enlace que me adjuntas se lee: "José Diez-Canseco, premiado en el concurso de cuentos de "La Prensa" de Buenos Aires (1932), es uno de los jóvenes y más vigorosos escritores peruanos."
Un poco más abajo se lee además: "Diez-Canseco pertenece a los círculos sociales más "distinguidos" de Lima."
Sí, no hay ninguna apropiación cultural ecuatoriana en este caso.
Saludos